Por Daleysi Moya
Desde los primeros días de mayo La Habana se sumerge en un estado de hilarante laboriosidad. Todos se encuentran ocupados, todos están absortos en los preparativos del evento mayúsculo de las artes plásticas cubanas –aquel que se celebra cada tres años y que, sin embargo, continúa autotitulándose con una temporalidad ficticia. Y es que esta Bienal, lo sospechamos, puede ser diferente. El panorama de la isla ha cambiado desde el último diciembre, y la promesa no escrita de una duodécima edición multitudinaria, seguida de cerca por ciertas figuras del circuito artístico mundial (y por una cifra inusitada de turismo norteamericano) mantiene a la capital en ascuas. Nadie lo duda, esta podría ser la Bienal de los restablecimientos y las alianzas estratégicas.
Por un par de semanas tenemos la oportunidad de vestirlas mejores galas de la nación, nuestros quince minutos de fama, digamos, son ahora y no luego. De ahí, la agitación reinante, una especie de sentir convulsivo que embarga a artistas, curadores e instituciones por igual, a fin de cuentas en esta escena todos tenemos un papel que desempeñar, una función que cumplir. Es este, y no otro, el instante cero, la coyuntura para el lucimiento, un lucimiento que debe estar orquestado con extrema meticulosidad, de otro modo, pasaremos desapercibidos ante los embotados ojos de unos espectadores cansados, abrumados por el cúmulo desmedido de propuestas de todo tipo.
Semejante nerviosidad y ajetreo parecen ser el sino de esta Bienal, la ciudad reverbera, la gente abandona sus dinámicas de siempre (cosa que agradecemos, ¡que necesitamos!), las inauguraciones y fiestas se suceden, se superponen, compiten. El show, esta vez, es de luces y lentejuelas. Y cuando yo misma me creo que no existe otra predisposición posible para asumir este acontecimiento madre –y padre y muy señor nuestro– reparo, sin quererlo, en el actuar desacompasado de algunos artistas que no se enteran del estado de furor que ha poseído al gremio. Yornel Martínez es uno de ellos. Integra la muestra oficial, lo sé, y sin embargo, es uno de ellos.
Varias veces pude verlo, desde los altos de la farmacia Jhonson, en sus ralentizados trasiegos hacia “La Librería”, o la Fayad Jamís como le llaman algunos cuando no es tiempo de Bienal, o la librería del Instituto Cubano del Libro, como la nombran otros seres, sin tomar en cuenta las estaciones del año, las fases lunares, y mucho menos las coyunturas culturales. Su tempo era siempre el mismo (e idéntico al que habita su obra): calmoso, elíptico, ajeno a cualquier accidente de la historia contemporánea, esa realidad que le circunda. No sé cuánto de fabulación personal haya en esta observación, supongo que mucho, no obstante, algo de verdad también me asiste. Quien le conoce sabe que así es.
La intervención de Yornel, me atrevo a afirmar, es una de las grandes de esta Bienal. No he presenciado de inicio a fin el corrillo de inauguraciones que se suceden desde antes de mayo 22, pero no es algo que necesite haber hecho para lanzar miaserto. Distinguen a su proyecto una serie de elementos que lo separan, abrupta e irreversiblemente, de gran parte de las propuestas de esta edición del evento. Lo primero que resulta llamativo es el hecho de que, teniendo a su mano la oportunidad del destaque, Yornel decidiera –oh pecado, oh imprudencia–“socializar” su espacio de protagonismo, compartirlo. Este gesto viene a redundar en su evasiva constante de toda operatoria manifiestamente yoica. Su quehacer discurre silencioso, alejado de cualquier exceso y subjetivación extrema, salvado –hasta donde es posible– de la tiranía del ego autoral. Y así, bajo estos principios de comunión e intercambio, ya sea con el otro o con lo espacial, se trazan los sentidos primeros de su intervención en la librería. No podía ser de otra manera tratándose de un artista como él.
La acción carece de un eje central; la idea de la desjerarquización forma parte del asunto. Cuando son puestos a convivir modos varios de aproximarnos al texto literario (al texto cultural), se generan dinámicas desautomatizadoras y el pensamiento se diversifica. Las líneas de fugas vienen a convertirse, por el tiempo de la Bienal, en arterias principales. Este ejercicio de recomposición y disloque de la mirada, hilvanado ahora desde el arte, confiere nuevos significados –y contenidos– a lo textual. Lo más revelador de todo, aquello que vuelve enorme a esta especie de ensayo cultural –o artístico, o sociológico, o literario, no sabría precisar su verdadera naturaleza, cosa que, por demás, poco importa–, es que el modelo rizomático de trabajo puesto en práctica contempla, junto al accionar de curadores, escritores y artistas, junto al propio espacio, al público variado y casuístico de la librería. Y eso es otra cosa. No estamos hablando aquí de un espectador que completa o ejecuta, finalmente, una obra (nadie tiene que apretar un botón, disparar el gatillo, dar una voz de mando, ejecutarla, hacer algo distinto de lo que hace, con regularidad, en su diario), se trata, por el contrario, de su involucramiento y aportación, consciente o no, a las lógicas que se van conformando como resultado de la intervención misma. Se trata de reinventar lo aprendido, flexibilizar esquemas. Constatar, por ejemplo, que la poesía también puede ser visual, sonora (1), participativa. La poesía rehaciéndose, colándose, sin que reparemos en ello, en la cotidianidad de la vida.
Yornel ha respetado el funcionamiento natural de la librería. De hecho, sobre la base de dicho funcionamiento ha sido montado el proyecto ¿Qué objeto tendría convertir el espacio en galería? El resultado sería, en el mejor de los casos –bien lo sabe él– una mueca más. El artenuevamente en el centro… los reflectores vertidos sobre sí mismo, la vanidad de siempre. Al desestimar toda perspectiva unidireccional y potenciar otros tipos de mediaciones entre la obra y el receptor, el proyecto no sólo incide en las maneras clásicas de concebir el consumo literario (cualquiera que este sea), también lo hace sobre el propio sistema del arte. La obra expande sus fronteras y adquiere nuevas fisonomías, se desdibuja como objeto tangible, incluso como proceso típicamente artístico y comienza a penetrar el entramado de lo social. Semejante proceder no es nada nuevo –no creo que queden demasiadas posturas inéditas del/ en/ sobre el arte en los tiempos que corren–, sin embargo, es algo que llama la atención en esta temporada, bulliciosa y ególatra, de Bienal.
Entre los varios núcleos que componen el cuerpo atomizado del proyecto, muchos de ellos mínimamente visibles, se encuentra la muestra Libros sin dominio, curada por Elvia Rosa Castro e integrada por trece artistas del patio, entre ellos Eduardo Ponjuán, Glenda León, Elizabeth Cerviño, Sandra Ceballos, Yerande González, Julio César Llópiz, el propio Yornel. Esta será, dentro de la intervención, la acción más cercana a una operatoria exhibitiva tradicional. No obstante, la mirada que subyace sobre el libro, transmedia y multidimensional, conecta con la intención macro de diversificar nuestros modos de leer. Estos ejemplares (libros-objetos es la nomenclatura adecuada) sustituyen –o complementan– la grafía de la escritura con otras estructuras comunicativas. La configuración moderna del objeto-libro –que retruécano el mío–, entiéndase el paginado, el ordenamiento textual, la ubicación de la información, se descompone en un sinfín de variantes. Los discursos se entretejen a partir de nuevas asociaciones de sentido. El libro se quiebra y renace, como tiempo atrás lo hiciera la literatura con la escritura dadaísta. O algo así, no estoy segura, la cosa es que ciertos ritos (misterios, si se me permite) son restituidos a la acción misma de la lectura.
Por otra parte, y en claro ademán carnavalesco, Yornel pone a convivir las ediciones Huracán –ese leviatán grisáceo, o amarillento, depende del momento histórico– y Letras Cubanas, con propuestas alternativas gestadas dentro y fuera de la isla: la revista P350, el proyecto editorial Torre de Letras (2) y Alias (3), iniciativa del artista mexicano Damián Ortega. Da gusto, mientras dure la irrealidad de estos días, detenerse frente a la vitrina limpísima de la librería, y disfrutar de los títulos que Alias recoge. Da gusto, además, la belleza de las ediciones. Pero más importante que eso, claro está, es participar de esta alteración transitoria de los rolles, ver como se inocula el germen de lo alternativo en las células impermeables de la política editorial oficialista. De cualquier manera, lo independiente está de moda por estas fechas. Y complace, por imprescindible, la oxigenación del panorama literario.
Uno de los gestos más líricos, no sólo por su propia naturaleza, sino por la armonía tremenda con que se integra a las lógicas habituales del espacio, será la creación y distribución de marcadores que recogen pequeños ejercicios de poesía visual (4). Las piezas (dudo en nombrarlas así debido a la funcionalidad que antecede a sus contenidos estéticos, sin embargo, lo hago porque la dimensión poética que albergan es demasiado grande, enorme) son distribuidas junto a las compras que se llevan a cabo en el día a día. Hay en ese accionar una voluntad desacralizadora de cuanto se pondera elevado, excelso, hay también una necesidad, sincera e irreprimible necesidad, de apuntar sin ceremonias al gesto poético, por menudo que sea. Los marcadores se insertan en el automatismo de la adquisición, en el apuro de retomar el camino a casa, al trabajo. No obstante, en algún momento durante la jornada de lecturas, alguien reparará en ellos y comenzará a asirlos. Devenidos ya objetos familiares, esas fracciones de textos visuales se convertirán en mantras que acompañen la ceremonia de leer. Serán entonces cercanas, y dadas para siempre, locuciones-imago como: Del ruido que hacen los pianos al morir (5) o Una pequeña hormiga bordea mi cama… va contorneando el filo de la sábana, si es atrevida se sube, si es atrevida me escala (6). Eso, sin lugar a dudas, es realmente bello.
La vastedad discursiva de un proyecto como el de Yornel permite la coexistencia de intervenciones de tonos y sentidos diversos. A veces el ademán es lírico, a veces lúdico. Pienso en el caso de Lecturas arbitrarias, otro susurro del artista, un apunte a medio camino entre la ligereza del juego y la fractura temporal (o eterna) de ciertos axiomas con los que operamos. Lecturas… se articula desde lo desordenado e ilegítimo, construye un relato apócrifo de lo real y se distiende en él. Los libros de historia y política pueden trasladarse al dominio de la ciencia ficción –en donde, curiosamente, parecen encajar de maravilla– y la Biblia, ser leída como una poesía mayúscula. Este trueque deliberado en la ubicación de varios ejemplares tiende a pasar desapercibido, pero eso vuelve la acción aún más interesante. La sutileza del acto lo mantiene en silencio, posibilita el ocultamiento de los libros intercambiados entre el conjunto de títulos que pocos leen (por falta de tiempo, claro está, quién no anhela disfrutar de la lúcida y lucida prosa de los muchísimos textos que cada año publican nuestras editoriales). El descubrimiento también, posibilita el descubrimiento que es clave en este caso. El hallazgo es el quid del asunto, la sonrisa del visitante al tropezarse, en medio de la sección policiaca, con el nietzscheano título de Más allá del bien y del mal, o el Capital en los dominios de la ciencia ficción. Yo, al menos, no podría contener una carcajada ante semejante equívoco de este azar no tan azaroso. Un sinsentido de otro orden en el país de las maravillas insulares.
Hace ya tiempo que Yornel desarrolla su trabajo en torno al libro y la edición independiente, en torno a sus límites y alcances. Hace ya rato que una parte de su obra se involucra en este tipo de investigación cultural. Su pasión por la literatura (el libro es uno de los componentes de este fenómeno mayor) y la escritura asoma en la propia estructura de sus obras, en el modo de concebir su quehacer. Quizás, tal y como me comentara una amiga entrañable, Yornel debió ser primero poeta y luego entonces, artista. La realidad es, sin embargo, que Yornel es poeta, poeta por partida doble, o triple, o cuádruple, y más. Su necesidad de incorporar el lirismo, incluso donde debería, desesperadamente, emerger acidez, brusquedad, acritud, no deja margen a la duda. El vivir se vuelve así, sin demasiadas honduras, un acto poético. Una declaración de principios no escrita. Voltear la mirada a la marquesina de un cine cualquiera y descubrir, entre el calor de La Habana y el olor a aceite quemado, el verso desgarrador del maestro, del inmenso Rimabud, que nos dice: en una huida eterna, huyen los horizontes. Eso es todo, y el resto de las cosas no importan, ni para él, ni para la ciudad. No importa que sea mayo, ni que estemos en Bienal.
(1). El proyecto incluye la reproducción de pistas sonoras de poesías dentro de la librería. Se trata de grabaciones.
(2). Proyecto editorial dirigido por la escritora Reina María Rodríguez que traduce y publica autores de relevancia para el mundo de las letras, inéditos en Cuba.
(3). Iniciativa editorial independiente nucleada en torno al arte contemporáneo. Concebida por el artista mexicano Damián Ortega, Alias publica textos, conferencias y entrevistas desarrollados por los propios creadores.
(4). La selección recoge poemas de Rito Ramón Aroche, Ismael Gonzales Castañer, Ezequiel Suárez, Mario Espinosa, larry&jorge, Francis Sánchez, Julio C. Llópiz, Tamara Veneréo yYornel Martínez Elías.
(5). Yornel Martínez.
(6). Tamara Veneréo.